a Guillermo Pérez Crespo


"Rechazo despido manifiestamente discriminatorio en los términos del art. 43 CN y de la ley 23.592. Ruptura laboral constituye abierta violación de expresas garantías constitucionales y de libertad sindical (art. 14 bis CN, tratados internacionales incorporados en virtud del art. 75 inc. 22 CN, convenios 87 y 135 OIT, ley 23.551). Intimo dejen sin efecto despido en cuanto acto antisindical, ilícito de nulidad evidente. El mismo responde a mi accionar gremial en la empresa y en especial a las medidas que se estaban llevando a cabo en reclamo por una negociación colectiva claramente violatoria de la normativa de la ley 14.250 en perjuicio de los trabajadores, que pretende precarizar al máximo nuestras actuales condiciones laborales. Denuncio práctica desleal gremial en los términos del art. 53 LAS que pretende obstaculizar ilícitamente legítima organización y accionar gremial de los trabajadores de esa empresa. Reservo derechos."


“Especialmente anda preocupado
por el tiempo, la vida, otras cositas como ser
morir sin haberse alcanzado a sí mismo.”

J. Gelman


Áspera como las paredes de aquella oficina funcional y burocrática, la voz ronca del funcionario del Ministerio con el pucho entre labios, mirá Pacheco al final todo se resuelve con dinero en definitiva, no? y buscará un gesto de aprobación entre los burócratas del sindicato y los abogados patronales que ocuparán dos tercios de la mesa en la que estarán sentados, una tarde de calor y febrero, sexto piso, apenas el comienzo, aunque en ese momento pareciera que ya está, que van a aflojar, que... un carajo. El verano es un añito de tres meses, final y comienzo de un transcurrir más lento, el calor estira los días, y cuando querés acordarte ya es marzo, junio, eso que llaman sucesión del almanaque pero en horas.
De estas reuniones, o audiencias, aunque casi nadie ahí parecía oír nada de lo que se dijese, habrá tres. En la última casi se van a las manos con uno de los abogados que se pasa de vivo, de soberbio: le extiende la mano a Pacheco para saludarlo y como éste le niega el saludo, el otro le palmea el hombro con una sonrisa sobradora. Ahí nomás Pacheco lo agarra de la muñeca y se para de golpe, una furia primitiva lo invade con un rencor acumulado en siglos, el puño cerrado, tenso, un sudor frío, una corriente interna le trepa por las piernas, la cintura, se le desparrama en el pecho y la cabeza... Tendrán que pararlo entre los burócratas y funcionarios que no sabrán qué hacer para calmar los ánimos mientras Pacheco increpará e insultará al abogado que se retirará de aquella oficina funcional y burocrática del sexto piso acomodándose el traje cual rata de albañal.
Una hora más tarde la audiencia, aunque casi nadie ahí parecía oír nada de lo que se dijese, finalizará, actas de por medio, no tan estéril como la ponderación negativa propia del momento hace pensar a Pacheco mientras se va. Manos en los bolsillos, mastica bronca, putea por lo bajo, y si no fuese por ella, por su cadencia mediterránea, por esas manos que lo reinventan en cada caricia, por ese cuerpo de mujer, madre y amante, que se le entrega con su ángel desafiante, sino fuese por ella digo, Pacheco andaría perdido en estos parajes sin horizonte, tufo a papelerío amontonado y caras de rutina, oficinas húmedas y descascaradas, burócratas de cuarta y la carroña patronal.



*

Llega apurado, con el uniforme de laburo en la mochila a medio colgar. Así es casi todos los días: rutina. Esa incapacidad de llegar a horario es algo que arrastra de chiquito, un estigma que lo persigue desde las medias faltas en el secundario, y que más de una vez le cuestan el presentismo, premio a la asistencia perfecta. Pero la perfección es algo que lo tiene sin cuidado, o mejor dicho que practica con determinados aspectos de su existencia no tan relacionados a la explotación y otras cadenas, o mejor dicho aún, sí relacionados con ellas pero desde otro lado, como una lima incansable contra un barrote, o el óxido que carcome la chapa de auto viejo. Se cruza en el vestuario con algún compañero, cosa que sucede a menudo, y no disimula ese malhumor cómico que se le escapa por la sonrisa, una demora en el tráfico o cualquier motivo que amerite su retraso. Si perdés el sentido del humor chau, estás listo.
Se cambia no tan apurado como entró, le gusta lavarse la cara y las manos con el jabón líquido de los lavatorios, se mira al espejo y ve a otro, no un compañero o alguien, en el vestuario no queda nadie. Levanta la cabeza y frente al espejo es él-el-otro que lo habita en alguna de sus identidades múltiples, dispersión estructural, nervaduras de cuerpo y alma, puertas de jaulas:

súplica de buey
arrastra el mundo
yugo mudo zafra
espinas de azúcar
o peces abatidos
la red caña un ladrillo.

*

No hay caso, las conciliaciones mediarán sin solución de continuidad. La empresa se mantendrá firme, una conducta que respetar y una honra que defender así se lo exigen; “lo instamos a desistir de sus absurdos reclamos” dirá el segundo telegrama que le enviarán para intimidarlo. El sindicato se excusará con argucias legales y retórica vacía; del Ministerio de Trabajo qué decir, ¿su carácter de clase, sus oficinas descascaradas, repletas de expedientes con ese olor a papel húmedo en los pasillos? Así es, aunque haya más para decir, mucho más, vayamos al grano.
Los compañeros de laburo. Ahí estaba “la papa”. Esos que hasta no hace mucho se reunían en su casa a planificar actividades, aquellos que preguntaban por las novedades del Convenio. Una década de individualismo y neoliberalismo despiadado no pasaron así nomás, hija dilecta de esa experiencia social la empresa se cocinaba en su salsa. Indiferencia instalada, el sálvate-tu-y-cuida-tu-culo, el miedo a perder la miseria que se tiene, la falta de compromiso, así Pacheco puede seguir enumerando excusas y causas de ese semi-abandono (porque la junta de firmas pesó en el expediente judicial) en el que lo dejaron no todos pero si muchos de sus compañeros de laburo. No puede culparlos, aunque le duela y de bronca, porque los cree víctimas, rehenes de un sistema que sostienen involuntariamente, por una serie de razones históricas que sería tedioso ponerse a detallar ahora.
Dentro de la empresa agitarán rumores de más despidos, de una supuesta lista negra, a la par que una recomposición salarial sacia el apetito de los perros. Miedo y la dosis siempre importante de indiferencia, de falta de solidaridad, de egoísmo, de miserias abiertas como lastimaduras en las rodillas. Todo esto es parte de la dinámica que desencadena el telegrama, escueto y formal: liquidación a su disposición....
Y sí, lamentablemente Pacheco bien gracias, lo dejarán de garpe, no todos, pero si los suficientes como para que se la banque solo. Pero allá ellos, estas líneas no le dan cabida a los cobardes, mucho menos a los traidores, son demasiado poca cosa como para dedicarles más que este par de párrafos dolorosos.

*

Esteban Pacheco, vía 16, la planilla es implacable. Joderse, a cortar ticket toda la tarde, hasta la noche. Sabe que está retrasado pero no se apura. Cuenta los billetes despacio, una vez, dos. Hace lo propio con las bolsas de monedas, como si el tiempo estuviese detenido esperándolo en la tarjeta de fichar, busca el parte de trabajo mientras mastica una lata repetida, un tedio acumulado, cansancio. Otra vez la 16, en la última semana dos veces. Pacheco vuelve al comedor antes de ir para la vía y comenta esto con un par que estaban por salir, no le dan mucha bola y lo saludan amablemente. Son buena gente, piensa Pacheco, pendejos de mierda..., se ríe para adentro y sale para fuera.
Nunca se distinguió por ser un empleado de carrera, de esos que se esmeran por integrar una supuesta “gran familia” y especulan cual serruchos, lucubran futuros ascensos y se los ve todo el tiempo prolijos y condescendientes con el supervisor de turno, con el Jefe de zona. Cuando Pacheco entró a laburar de éstos había un montón, y quizás sin quererlo, o sin proponérselo de manera consciente, con sus actitudes cotidianas abría una brecha, se diferenciaba, no se hacía cargo de los prejuicios ajenos, salía del molde, contrastaba en sentido negativo para los únicos ojos que por entonces mandaban en la empresa. En esa época, período que alguna vez alguien definió en una asamblea como “durante la dictadura de la empresa” el sindicato era un número de teléfono en una hoja pegada por ahí, firmada por un tal Secretario General, y lo más parecido a un delegado era una ausencia ignorada, a lo sumo inadvertida. Según la óptica de quien mirase aquello podía ser territorio fértil, o páramo de la resignación. Pacheco optaba por la primera, en ese optimismo irracional que lo invade de cara a un futuro apenas imaginado.

*

Detrás de la ventana corrediza el interior transformado en exterior subordinado a los sentidos. La fila de autos en marcha avanza despacio y cada tanto se detiene. Va y viene de horizonte a la hora en la que el sol es apenas una insinuación anaranjada que se esconde por detrás. Dale que va. A simple vista es plata por un papelito, o lo que éste representa, digo el papelito, con números impresos, letras y siglas, uno tras otro el papelito por plata o dinero mejor dicho, por ejemplo diez pesos por un papelito más dos con cuarenta si puede ser en monedas por favor, o el papelito por un Julio A. Roca violeta y rígido recién sacado del cajero automático. Pero papelito puede traer malos entendidos, si no se lo especifica en lo propio y no en lo común. Lo específico entonces, explotación y números de cuit cuil ingresos brutos e iva, ya deja de ser un papelito enrollado a la tickeadora que no da abasto, uno tras otro, uno tras otro y van millones por día. Hace seis horas y media que Pacheco “corta boleto” sin parar, las luces de la autopista están encendidas y se acuerda que la última vez que miró el cielo era de día. Eso al principio lo espantaba, como un escurrirse del tiempo a ritmo de la barrera que le sigue los trancos a la tickeadora, hasta que un bocinazo y más plata, más papelitos, más dinero y así, la relación social que establece con el dinero lo encierra en esa cajita de vidrio y aluminio liviano.
Pacheco piensa estas cosas en esos intervalos de tránsito tan poco frecuentes como efímeros, a veces pierde de a ratos la capacidad de disfrute, la conexión con sus afectos, ese anclaje mundano y vital. Con el tiempo desarrolló estrategias para no enloquecer, lo que no deja de ser una locura desde el momento en que se lo toma en serio y cree estar a salvo de ese ejército de hormigas que le trepa por los hombros o espalda jornada laboral, ventanillas de caras de gestos pasan una tras otra multiplicadas por cada una frenan ante la barrera de papel moneda, pagan bajo la mirada del vuelto, arrancan por la espalda insalubre de jornadas.
Al principio se resistía a ese encierro tan absurdo como alienante, por no decir insalubre que de esas cosas no hay que hablar cuando uno es nuevo. Pacheco no entró por casualidad Y no fue casualidad, digo, porque cuando conoció a la mujer de su vida, quitándole a esta expresión toda o la mayor connotación romántica y cursi posible, no hay lugar a la casualidad, en estos casos todo depende de ese azar objetivo que cruza a dos personas en una hora equis el mismo día del mismo año, y la vereda se encarga del resto. (Un camión que paso cerquita convirtió una vereda de encuentro en una banquina de sueños) Pero el idealismo se paga caro, la cobardía en el amor más aún. En cuanto te descuidás, valga la expresión, dos bocas se hacen tres y el trabajo asalariado, algo a lo que había renunciado hacía varios años, aparecía como una solución, ¿acaso pasajera? a la necesidad de “parar la olla”. Un contacto en la empresa, una palanquita interna.
Sin saberlo Pacheco había ingresado a la empresa en una etapa bisagra, a las puertas de una crisis personal que latía en su vida cotidiana y que se combinaría con algo que Pacheco había anhelado de entrada nomás, desde el primer día de laburo que le pareció interminable, en esa manía suya de proyectar sus sueños e ideales en las cosas que rodeaban y producían su vida. Claro que ese primer día no había llegado tarde ni con la ropa de laburo en la mochila a medio colgar, apurado y sobre la hora. Los primeros seis meses, como mínimo, había que hacer buena letra para quedar efectivo, una especie de amansadora a la que Pacheco se oponía hasta en lo más ínfimo, dejaba su cuerpo ocho horas al día seis veces a la semana, una batalla contra él mismo, un aguantarse y aguantar.
— Esteban cerrá y tomate el break –suena por el citófono la voz del supervisor. Pacheco sale de la cabina y al trotecito pone un cono a la entrada de la vía. Garúa. Baja la barrera de entrada y se apura a volver bajo techo. Hay poco tráfico pero el barullo constante de motores y caños de escape, las vibraciones de los camiones, bocinazos, el humo y ese olor ácido y picante que de a poco forma parte del olfato cotidiano, todo hace que el paisaje de la estación de peaje no varíe demasiado. Claro que hay veces que es mucho peor, hoy puede decirse que a pesar de todo es un día tranquilo, si es que cabe esta palabra en semejante contexto, de los pocos que se cuentan durante el año, será la lluvia, el fin de mes, las dos cosas, vaya a saber. Antes de ir para el comedor Pacheco pasa por la cabina de Beto Paredes. El Beto, delegado y amigo, está al tanto de las novedades de la negociación del Convenio, con Pacheco pegó buena onda, aunque éste no termina de saber bien por qué, a simple vista no tienen tantas cosas en común, pero comparten un código tácito, un respeto mutuo que se ganaron, vino de por medio, en charlas interminables. Pacheco entra a la cabina y se acomoda contra el panel de vidrio lateral, al costado del Beto que está sentado cobrando.

— Lo llamé un par de veces pero no me atendió, –dice Paredes mientras baja el volumen de la radio— Después hablé con Mazino y se hizo el boludo, como que no sabía nada.
— El hijo de puta debe haber firmado, hace dos semanas que no se lo ve por ninguna estación, lo vieron en Sede un par de veces, pero hace rato. ¿Che y Pereyra, hablaste con él?
— No, quedó que me llamaba entre hoy y mañana, pero no sé, el viejo es un chamuyero.— Alto garca, –acota Pacheco.
— Me dijo Guillermo que mañana nos manda el texto para presentar la impugnación, hay que agregarle las firmas que se juntaron, creo que hay ciento y pico, y llevarla al Ministerio para que la adjunten al expediente.
— ¿Aunque esté sin la firma de Soto, mirá que él también es delegado?
— No importa, sino la quiere firmar que se curta, la presentamos igual, no? Los de La Plata también lo van a impugnar.
— ¿Y los del Oeste qué onda?
—La presentamos juntos, con las firmas que juntaron allá. —Che te fuiste de vacaciones al final? –pregunta el Beto cambiando de tema.
— Sí, diez días, volví este fin de semana... y me guardé una semana para julio.
— Buenísimo, en que cruzaste? Viste que en los ticket canasta había unos descuentos– le dice el Beto mientras da otro vuelto en monedas.
— Si los usé, me vinieron joya, fui hasta Carmelo en el catamarán y de ahí un bondi.
— Pectacular loco, –remata el Beto, su frase típica.
— Che bueno, te aviso cuando está aquello así arreglamos, me voy para adentro a buscar algo para comer, ahí nos vemos...
Pacheco sale apurado y cruza delante de un auto que estaba por arrancar y frena de golpe, el tipo del volante mueve la cabeza en gesto de negación pero a Pacheco le nefrega y sigue su rumbo como si nada.
De vuelta a la cabina se acomoda para encarar las tres horas que le quedan, el último tercio de laburo de hoy, música, gomitas Mogul, algún sendero productivo de esa mente dispersa, no enroscarse con los usuarios conflictivos, tratar de ser amable, contar billetes y hacer fajitos de a diez, un domingo lavado por esa garúa persistente, la gente cuando llueve sale menos y hay menos tráfico, menos trabajo pero las mismas horas, ánimos relajados cual gotas entregadas a la ley de gravedad y otras leyes tan humanas como las manos de Pacheco que cuentan monedas para dar otro vuelto. Afuera, donde la vista de Pacheco se pierde entre el absurdo de un abanico de autopistas recortadas grises, una garúa persistente enjuaga el domingo con la monotonía irreductible de una fila de autos.

*

Quedaron reunirse con Beto y un grupo de compañeros del Oeste después de presentar el Escrito con la impugnación del Convenio en el Ministerio, el mismo jueves. Los dos están de franco y acordaron encontrase temprano, no muy lejos de la casa de Pacheco porque Beto tiene auto y es un tipo lo que mi abuelo decía gaucho, aunque medio colgado, no mi abuelo sino Beto digo. Pacheco siempre lleva un termo y el mate, es raro, porque en su casa no toma, pero sí cuando sale y está con gente, entiende al mate como hábito de sociabilidad, cuando está solo prefiere café por ejemplo, aunque deba confesar (si su ateísmo no le impidiese practicar este sacramento) que le da asquito la bombilla chupada por los demás. Por eso no le convida al tipo de bigote canoso que los recibe en un despacho del Ministerio al que, no podían saberlo en ese momento, volverían una tarde de calor y febrero, en condiciones absolutamente diferentes.
El fulano del bigote canoso tiene que buscar el expediente del Convenio, mejor dicho tiene que encontrarlo, que es distinto, y su actitud meticulosamente burocrática no ayuda. No se mueve del sillón. Primero pregunta quienes son, que qué quieren, que si están seguros del número de expediente, que esto que lo otro. Mira alrededor, revuelve papeles. Por fin se estira y manotea el teléfono. Frases breves, tono amable pero jerárquico. A los diez minutos tiene el mamotreto de papeles en su escritorio y lo hojea como si fuese la primera vez que lo lee. Es digno de verlo. Suda y fuma y hace comentarios sobre algunos aspectos que le resultan curiosos aunque son irrelevantes. No dura mucho la cuestión, en ese mundo de expedientes y oficinas vacías la suerte se dirime de antemano, los cajones se encargan del silencio cómplice, tácito como el olor a papel húmedo de los pasillos, y haber ido así, como quien hace un trámite, era una decisión desafortunada pero ineludible.
Mientras se retiran del edificio el fulano de bigote canoso alza de nuevo el teléfono, entre indignado y sorprendido, y en tono amable pero jerárquico notifica a “las partes” de la piedra en el zapato.
Efectivamente eso era Pacheco: una piedra en el zapato. Él, Beto, y los demás, esos a los que los alcahuetes y pichones de la empresa llamaban “piqueteros” en un acto descalificador que por otra parte a ellos enorgullecía. No era para menos. En apenas un par de años habían ganado las elecciones de delegados frente a una lista acordada entre la burocracia del sindicato y la oficina de recursos humanos; habían puesto de pie una comisión de seguridad e higiene cuyo trabajo se traducía en mejoras reales de las condiciones de laburo; habían organizado una coordinadora junto a otros compañeros de otros accesos para dar la pelea de conjunto; habían realizado movilizaciones y medidas de fuerza, conseguido aumentos salariales, y todas estas acciones tenían la particularidad de ser la primera vez que se realizaban desde que la empresa había comenzado su actividad hacía más de quince años. Cómo no iban a estar orgullosos y a sentirse plenos si estaban, por lo menos Pacheco y estoy casi seguro que Paredes también, embarcados en un proceso que se asemejaba a eso que anhelaron desde el primer día de laburo y que de a poco comenzaba a materializarse, no sin esfuerzo y sacrificio.

*

El martes amanece radiante, típico día de verano en los que al cielo no le cabe tanto celeste que desborda por el horizonte recortado entre edificios, antenas y tejados. El día anterior las cabinas e instalaciones del peaje amanecieron empapeladas con un comunicado en el que la empresa prohibía la realización de la asamblea y amenazaba con “rupturas del vínculo laboral” a quienes asistieran a ella. Tal como había sucedido en la última medida de fuerza, no le dieron mayor importancia a la nota y la consideraron como una maniobra más de la empresa para intimidar. Aquella vez la medida se había llevado a cabo hasta que se dictó la conciliación y no hubo consecuencias que lamentar, por lo menos en el corto plazo.
La asamblea había que hacerla porque el Convenio estaba cocinado y los que estaban en el horno eran los trabajadores cuyas condiciones laborales la empresa buscaba flexibilizar aún más, a través de esta paritaria fraudulenta y violatoria del más elemental derecho laboral. Esta vez sin embargo la nota amenazadora de la empresa había surtido efecto, a esto se sumaban los rumores de que Soto había firmado y “entregado” a los compañeros en complicidad con la dirigencia del sindicato. En un proceso tan rápido como casi imperceptible el grupo de Pacheco había quedado en franca minoría, varios de los compañeros que integraban la comisión interna, fieles a la cobardía y traición de Soto, se escondieron en sus cuevas personales y desde allí esperaron que pasara la tormenta. “Desensillar hasta que aclare”, como dijo el General. Por eso la concurrencia fue la más escasa de las asambleas de este último período, había caras de desánimo y preocupación entre los pocos compañeros que se miraban entre azorados y enojados por la falta de participación.
El hilo se corta por lo más delgado. Es cierto. ¿Pero es lo delgado sinónimo de lo débil? ¿Alcanza un refrán para explicar algo tan complejo? Pacheco demostraría que no, que las apariencias no son más que eso: apariencias (filosofía pura que Pacheco aborrece como puede estar aborreciendo ahora el lector), que la vida es otra cosa que lo que algunos quieren que sea, a propósito del ser, que lo niegan en una lógica de suma cero, esas cadenas confortables, esos muros epidérmicos, la tecnología aplicada al absurdo de una usura medieval, pero los carros de bueyes no tenían caños de escape, y con ocho horas nunca alcanza, entonces las horas extras y dale que va. Si soportar la irracionalidad duele, cuánto más la racionalidad caníbal, ni siquiera caníbal, perruna... Esa vez el jefe de zona no les permitió el ingreso al edificio de la estación, ni a él ni a Paredes. Se plantó en la puerta con cara de “gefe” y dijo —No, no están autorizados. Paredes le recriminó que era delegado y no le podía prohibir la entrada, pero el otro le dijo que lo habían llamado de Sede y tenía “órdenes de no dejarlos pasar” (sic con cara de hipócrita).
Más tarde que temprano y con el tiempo en contra Pacheco iba a entender eso de las “miopías personales”, (que no por eso dejan de ser políticas), cegueras que ocultan la perspectiva de un proceso, el ladrillo en vez de la pared, cierta metafísica y sus consecuencias materiales y espirituales, impredecibles a fuerza de ignorancia, inocencia, ingenuidad, coraje y basta de adjetivos. Igual hicieron una reunión con el puñado de compañeros que se habían acercado a la asamblea, afuera de dónde la hacían siempre, al costado del estacionamiento, y decidieron esperar a ver que pasaba en esos días, la correlación de fuerzas no les daba más que para irse a sus casas preocupados.

*

En un principio Pacheco pensó que se trataba de un paréntesis. Cuando se abrió, o lo abrieron mejor dicho, recién llegaba del otro lado del río sin orillas, le pesaba la mochila y esas dos o tres noches en las que deambuló en busca de vaya a saber qué. En Montevideo había principio y fin, pasajes de ida y vuelta, fechas que respetar, esa caterva de las migraciones fluviales. Atravesada la existencia en la boca del estómago, más o menos lejos de cuando se abrió o lo abrieron, el paréntesis digo, parado sobre sus piernas pero no sobre sus pies, liviandad propia del flotar los ojos le andan cerca, echados hacía atrás como quién se atrinchera para resistir.
Después, puede cuantificarlo en tiempo pero prefiere no hacerlo, en otro principio, un círculo que no cierra porque un extremo da un salto y acelera. Desde el colchón de sabanas resbaladas, sin ayeres ni mañanas a la vista, en un corte longitudinal, el borde, de la semana que empieza por el final. Atrapado así, tan lejos como se pueda, (y conste que no hablo de kilómetros) hay un quiebre, si mira para atrás ve la grieta, allá arriba, menos de veinte horas, lo separan de ese quiebre aunque no puede precisar exactamente el momento hace memoria y pasa revista. En aquel primer principio, que desechó más tarde que temprano, el paréntesis arrancaba después de ‘el otro lado del Río-mar’, recién llegado con todavía la mochila y el envión hasta el fin de un proceso que amenazaba paréntesis cerrarse, sin tener en cuenta la vida de párrafo que hace de las personas oraciones y palabras, letras diseminadas aquí y allá sin un orden semántico y estratégico definido. Aunque Pacheco entiende la vida, o trata mejor dicho, como un aliento largo de lucha, digámoslo sin eufemismos, lucha de clases, sin reducir esto a un mero conflicto de intereses económicos, sino más bien fisiológicos o espirituales, hablo del espíritu material, del alma corpórea que cada uno carga con más o menos desdicha, otorgándole más o menos relevancia en las decisiones cotidianas, en la lógica de una vida que quiere escapar del montón y saberse otra, que una batalla no es la guerra, aunque la última incluya a las primeras en un espiral que desemboca vaya uno a saber dónde.
Sin embargo Pacheco esta convencido. Hijo de la pequeño-burguesía media soñó a sus dieciocho con hacerse guerrillero de un ejército de locos que lo sacara de su tumba, maduró un trotskimo intuido desde la infancia, limó sus idealismos en discusiones ásperas, en refriegas amorosas. Ese convencimiento manaba de aquella formación dispersa pero tenaz, no una militancia setentista sino un cambiar la vida, practicar la poesía. Aunque el camino fuese a la larga por la vía legal, agotadas las instancias previas, ninguna otra posibilidad se descarta de antemano. Una apuesta a todo o nada, vislumbra una oportunidad, y en ese momento quizás no dimensiona el tenor de la experiencia en la que se embarca como un inmigrante rumbo a una tierra apenas imaginada, más decisión que nitidez, donde la palabra reincorporación toma dimensiones semánticas inusitadas, un par de certezas de las cuales aferrarse, el ángel desafiante de su cadencia mediterránea; el apoyo de los cumpas de CS, incondicionales y necesarios; la Juana que crece, pasa a Sala Verde; un abogado a la altura de las circunstancias, un tipo excepcional; más una familia compañera en donde reposar en las épocas de repliegue. ¿Pero cuánto dura un año que no se sabe cuando termina? Pregunta ingenua si las hay, como si pudiésemos medir el tiempo en términos objetivos, como si las agujas de un reloj representasen algo más que una manía, o el calendario digital de un celular.

*

¿Quién tomó la decisión, quién dio la orden y firmó? La actitud de la cúpula sindical no deja lugar a dudas, el abrirse de gambas como hacen siempre y hasta puede sospecharse que fue el propio Fernández (secretario general adjunto, que se retuerza en la tumba, morirá poco después a causa de una enfermedad tan parecida a su sindicalismo) quién lo pidió expresamente. La firma, de puño y letra, la que llegó al correo, ese garabato ampuloso con trazo de estilográfica, partió de alguna de esas oficinas confortables del edificio azul espejado en la que estos “ejecutivos”, asesorados por abogados como Pizarro Posse, Funes de Rioja y toda esa crema patronal, nenes éstos ligados a las desapariciones en Acindar durante la última dictadura por ejemplo, nenes todos de la UIA, amén, todos rectos y católicos y argentinos carajo, y buenos padres de familia, excelentes esposos, clientes de cabarulos VIP y viajes de negocios, todos prolijos con sus trajes de mil pesos y camisas impecables. Enemigos acérrimos del derecho laboral, fóbicos de la democracia sindical, que toman sus decisiones impunemente, por encima de hasta sus propias leyes que compran con la Banelco. Ya habrá tiempo para ellos... Mientras tanto Pacheco mastica bronca, imagina futuros impredecibles, sentado birome en mano y en la otra un pucho, elucubra atentados reivindicativos en esos arranques que le vienen de un Severino de fogueo, volviendo después a la realidad de las cuentas pegadas en la puerta de la heladera semivacía, la rabia por la traición de algunos de sus compañeros, busca explicaciones y encuentra más bronca, resentimiento que no sé bien como traduce en energía para levantarse cada vez dispuesto a emprender la lucha. No está solo.
Además de una acción legítima y necesaria, el escrache, herramienta de lucha popularizada también durante esa década de individualismo y neoliberalismo despiadado, fue uno de esos pocos gustos, placer visceral, satisfacción personal, que Pacheco saborea y disfruta aunque no sin bronca y el miedo de quien apuesta un resto importante de lo que le queda. Pero ahí esta, frente a la sede de la empresa, megáfono en mano y en la otra un manojo de nervios, acompañado por un elenco de militantes y organizaciones sociales, algún que otro delegado de base y contados con una mano los compañeros de laburo. Nadie quería quemarse yendo a apoyar “una causa perdida” como dijo algún empleado más tarde atragantado.
No importaba, había que seguir. Las audiencias en el Ministerio, (¿qué podía esperarse?) fueron apenas escaramuzas de escritorio. Ya presentado el amparo judicial, quedaba por garantizar la agitación y difusión del conflicto, una tarea maratónica que Pacheco afrontaba con el ceño fruncido, con la rabia atornillada entre ceja y ceja, atribulado por la incertidumbre.
No importaba, había que seguir. Cierta irracionalidad intrínseca en cada toma de decisión, importante o no, hacía que la vida de Pacheco fuese así, confiaba en algo parecido a un instinto fisiológico que supo jugarle malas pasadas.
No importaba, había que seguir. La murga que vino con uno de las organizaciones que hicieron el aguante se encarga de la música, los militantes entonan canciones de consigna durante casi tres horas en las que no faltaron discursos moralizantes y arengas solidarias, una barricada emocional que había empezado temprano, en esa noche anterior en la que casi no durmió, iba y venía en su pieza de tres por tres, la ventana abierta, fumaba y escribía lo que iba a decir cuando le tocara el megáfono junto a todos esos compañeros y frente a la empresa que no solo lo había explotado, sino que además pretendía despedirlo así como si nada, solo porque Pacheco tenía esa manía de proyectar sus sueños e ideales en las cosas que rodeaban y producían su vida. Saben que con esto solo no alcanza pero ahí están, desde adentro de la empresa filman y observan subidos a la terraza de aquel edificio azul espejado, incrédulos e indignados como cuando la vez del levantamiento de barreras en el Troncal. Aquella vez, la segunda medida de fuerza que realizaron también con apoyo de organizaciones y movimientos sociales, fue más contundente, un golpe certero, peaje liberado y protesta ruidosa.

*

A veces parece que en un acto en apariencia intrascendente la vida cobra, o recobra mejor dicho, sentido. Como latencias guardadas en los bolsillos, que alcanzan espesor a largo tiempo, una germinación diría el naturalista, lucha de clases el marxista, esencia el idealista. Atado a los tiempos de un expediente judicial la vida transcurre medio a los tumbos, luzca el sol o no, salga por oriente u occidente, qué más da. Así se levanta cada día. A la mañana, y en general a cualquier hora, la música le ayuda a cuadrar el ánimo, una sintonía que lo acompaña soñoliento al desayuno, antes de cualquier antes, ningún lugar, alguien le grita desde lejos, como en off, que este asunto esta ahora y para siempre en tus manos nene....
El día de la audiencia arranca con Los Redondos... (Se entiende ahora el choreo de las líneas anteriores) Veintinueve de agosto, una fecha no? No. El edificio de los Tribunales de San Isidro semeja un almanaque sin alma. Disculpen la obviedad pero tenía que decirlo. Cumplir mandatos absurdos también forma parte del juego. En esa decisión se actualizaba una vida, síntesis y punto de partida a una vida otra. ¿A fuerza de arriesgarse en el futuro a ser apenas un resabio del pasado, cabía esa posibilidad, cual era la cuerda que lo separaba? Cualquiera o ninguna. Esa mañana pensaba otras cosas, hay cuestiones más importantes en que ocupar esa cabeza dispersa cuando en tres horas tenés que sentarte frente a un tribunal judicial, frente a esos abogados patronales, frente a los ¿acaso vale la pena llamarlos miserables? que se prestaron o alquilaron como “testigos” de la empresa. (Una batalla ganada en el momento, la mirada sostenida y bajan la vista, ni lo miran, no pueden, y cuando intentan hacerlo, apenas a la pasada, ahí está Pacheco, fijos los ojos en esos rostros vacíos) ¡Pobre aquel que no puede mirar a la cara a quien tiene delante!
Antes de la audiencia, mientras esperan en un pasillo del séptimo piso, la Secretaria del Juzgado los llama a Pacheco y su abogado, a Guillermo y su defendido, y los hace pasar a una oficina para ¿cuál fue la palabra que usó, oferta, proposición, propuesta, acuerdo, arreglo? Cuántos miles o están dispuestos a escuchar una contrapropuesta, piénsenlo dijo, si quieren los dejo solos un momento... Ese día, Pacheco lo recordará hasta el fin de su memoria, apenas si tenía cien pesos en la caja de ahorros como todo “capital”. El resto era rebuscársela y encuestas por cobrar. Pero no pudieron comprarlo, intentaron quebrarlo, no lo lograron.

—Dígales que no.


Reinstalado en su puesto de trabajo, una huella en forma de jurisprudencia provincial, Pacheco escribirá este texto impulsado no por el ánimo de revancha, aunque es resentido y guarda memoria, sino por un deseo liberador, necedad poética: la única lucha que se pierde es la que se abandona...



Federico Iglesias